La Madrugá
La Madrugá sevillana transcurre con normalidad entre saetas y lágrimas de emoción
En la Madrugá algo eléctrico estremece la ciudad. Un río salvaje y vertical que sube por las azoteas, se desliza por la Sevilla subterránea, atraviesa las espadañas y se sienta a descansar en las cornisas. Es una noche indómita, irreal y febril en la que hay que caminar sin brújulas. En realidad es como un tratado de lo imposible porque cuesta creer que funcione ese mecanismo de miles de personas, pasos que danzan la agonía y la muerte, y bullas que pasan de la desmesura al orden cartesiano.
La Madrugá es un cofre frágil, extremadamente delicado y en el que siempre parece que algo está a punto de estallar, no se sabe si las devociones exageradas o alguna tragedia inesperada. Sin embargo, la noche transcurrió con normalidad y sin altercados. El año pasado ya hubo algunos episodios peligrosos que amenazaron la seguridad de la fiesta: las temidas carreras que se inician sin saber por qué y que provocan el pánico. En la memoria, la fatídica Madrugá del año 2000. Como medida de prevención el canal de emergencias del Ayuntamiento de Sevilla advertía enLAS REDES sociales: "Si ves mucho alboroto, no corras y mira tu móvil" o "Si te llega por wassap un rumor sobre seguridad, no corras y mira tu móvil", con el fin de que no sucediera ningún incidente.
Este temor a los riesgos de carreras entre la multitud ha hecho que se tomaran este año excepcionales medidas de seguridad que algunos consideran que han sido excesivas. Además de la reforma de los itinerarios que hizo que se ajustaran los horarios comprimiendo el paso de algunas hermandades. ¿El resultado? Algunas cofradías iban marcadas por el cronómetro, por la obsesión de cumplir con el pacto de los relojes como única salvación para que los larguísimos cortejos no colapsen la Madrugá.
Hizo frío y hubo menos público, aunque grandes concentraciones en las salidas y en lugares emblemáticos. Así ocurrió con el Silencio que en algunos sitios incluso se pudo ver con relativa tranquilidad. El paso de la cofradía cumplió con su liturgia exquisita, con ese retorno a las Semanas Santas de tiempos de los dogmas concepcionistas y cultos marianos, de disciplinantes y flagelos, de hermanos de luz y hermanos de sangre, de bronco y grave siglo XVII.
El Nazareno de Ocampo atravesó la ciudad bajo una luz azafranada y como si flotara sobre una nube de incienso, un incienso que parece como si se quemaran dulcemente pergaminos antiguos. Mientras que la Virgen de la Concepción, acompañada por San Juan en sacra conversación, caminaba en su singular paso de recuerdos venecianos, sonámbula sobre el agua de la laguna que es el aire viscoso de la noche. Y dejando el aroma de azahares del que hablaba Chaves Nogales en su memorable reportaje de la primavera de 1935 sobre la finca que tenían los Ybarra en Castilleja con una punta de naranjos consagrada a su hermandad y con técnicos que sulfataban la tierra para que un día señalado oliera a azahar en las calles de Sevilla.
La selva de versículos de la noche mística conducía hasta el Gran Poder que este año llevaba la túnica bordada en vez de su hábito liso. La elección rompió el efectismo teatral que crea la túnica sencilla, pero capaz de provocar efectos hechizantes de vida como si realmente anduviera sobre la multitud. En su paso por el Museo de Bellas Artes parece que los grandes maestros del pasado se asomaran para contemplar el prodigio de Juan de Mesa. Mientras, el Gran Poder se alejaba caminando sobre las saetas y las voces de frío en la madrugada.
Paso de Jesús del Gran Poder. Foto: J. MORÓNLa noche se adentraba ya en la espesura de lo místico con el paso del Calvario y su color de cera, de tiniebla y muerte. El Crucificado avanzaba como si ya hubiera sucedido todo lo que hemos sido. Hoy es siempre todavía, escribiría Antonio Machado.
Pero la Madrugá es como unas Grandes Dionisias, igual que las que protagonizó el artista Jan Fabre hace unas semanas en el Teatro Central: veinticuatro horas de tragedias griegas. Y eso es la jornada interminable que comenzó en la tarde del Jueves Santo y que casi sin interrupción siguió en la noche y continuará hoy Viernes Santo.
Estas Grandes Dionisias tienen a una gran diosa: la Macarena. En su salida la soprano Ainhoa Arteta cantó el Ave María de Gounod y la Virgen siguió así de puntillas por el prodigio. De saeta en saeta, enlazando marchas y chicotás, reflejándose en todos los espejos del pasado. A su regreso ya al alba, la ciudad parecía pintada por Picasso en su época azul. Y es entonces cuando se recuerda la insólita meditación del poeta Vicente Tortajada cuando decía que a la Macarena le pasaba como a Marilyn Monroe, que parecía que miraba a todos pero en realidad es que era miope. Y se convencía de sus contradicciones de poeta ácrata: "Tal vez no sea difícil ser sevillano, ateo y anarquista, sino entenderse uno a sí mismo".
La pasamanería de la noche hilaba dibujos extraños y dejaba una escombrera de recuerdos, de todas las Madrugadas que han sido. Los Gitanos también parecía arrastrar un azul Picasso cuando camina al amanecer de regreso. Ante el Palacio de Dueñas -recién abierto a las visitas públicas- le esperaba la familia Alba, ya sin su gran benefactora, la duquesa de Alba, que seguro que despediría a su Virgen de las Angustias desde su balcón preferido. Es lo que ocurre en esta noche de prenacidos y trasmuertos.
La cofradía de la Esperanza de Triana hizo un recorrido veloz, ajustadísima al compromiso de los horarios, pero recreándose en los lugares de la memoria sentimental de su itinerario. Llegó la Virgen con un olor a Guadalquivir, un aroma de mareas escondido en sus flores, esos jardines excesivos del paso. Y el Cristo de las Tres Caídas bailando como en un mar agitado, sobre un oleaje de emociones, reescribiendo otra vez lo que nunca ha ocurrido.